martes, 25 de septiembre de 2007

Marian (de Elpais.com)

Marian era el rumano que se quemó a lo bonzo en Castellón, cercado por una miseria desesperada. Tres semanas después de arder como una tea, Marian murió en el hospital solo como un perro, porque dos días antes su mujer y sus hijos habían regresado a Rumania. Como los seres humanos tenemos una parte indudablemente egoísta y mezquina, es probable que, al enterarnos de que su familia le había abandonado, intentáramos extraer de ese dato cierto alivio ante el desasosiego que sentimos por la atrocidad de lo sucedido. Vaya, después de todo, a lo mejor no era un hombre tan normal, tal vez no era una familia tan normal, puede que, a fin de cuentas, la situación no estuviera tan clara. Todo con tal de poder olvidar el asunto. Con tal de regresar a esa bendita ignorancia del horror en la que vivimos y que tanto nos facilita la existencia. Porque saber que una persona más o menos vecina, un hombre con quien nos podemos cruzar por la calle, puede llegar a tal estado de absoluta angustia y aflicción por 400 euros, es algo muy difícil de digerir. Algo que nos mancha, con razón, de un sentimiento de corresponsabilidad.

Pero resulta que sí era un hombre tan normal, y una familia tan normal, y una situación trágicamente clara. Lo tremendo es que esa miseria brutal, esa indigencia feroz y mutiladora, es algo demasiado normal en nuestro mundo. El espléndido reportaje de María Sahuquillo publicado ayer en EL PAÍS sobre la familia de Marian nos habla de una realidad desoladora; de barrios suburbiales paupérrimos y aplastados irremisiblemente por la desdicha; de una casa con la luz y el agua cortados por falta de pago desde hace meses; de la enfermedad (el hijo pequeño, Dragos, de tres años, está ahora internado en un hospital con neumonía), el miedo y el sufrimiento, y de una realidad tan bárbaramente carente de todo que también carecen de futuro. Estamos hablando de Rumania, en la Unión Europea; y de España, el noveno país más rico del mundo, en donde un pobre hombre desesperado fue empujado hasta la locura por 400 euros y por una marginación social tan aplastante que tuvo que quemarse vivo para que nosotros pudiéramos verle y enterarnos.

Los sueños rotos que mataron a Marian

Fuera hace sol, pero la casa de Marian Mirita está helada. Sólo una Biblia en rumano y dos monedas de 20 céntimos sobre una de las cuatro camas que hay revelan que no está abandonada. Hace meses que cortaron la luz y el agua. No hay ropa en el armario ni fotografías o recuerdos en las paredes de ninguna de sus dos habitaciones; tampoco hay nada en la pequeña cocina. El baño está fuera, en un patio medio revestido de hierba y maleza. Esto es Prepeleac, uno de los barrios más pobres de Targoviste, una pequeña ciudad de 80.000 habitantes al norte de Bucarest (Rumania). Calles sin asfaltar en las que los taxistas no quieren entrar al caer la tarde.
Elvira, de 76 años, no puede parar de llorar. Con cada sollozo, su cuerpo se tambalea y su rostro, arrugado por el paso del tiempo, revela un dolor profundo. Se arregla la pañoleta con la que cubre su pelo canoso e intenta mantener la compostura. Su hijo Marian, de 44 años, salió de Prepeleac para buscar una vida mejor pero ya no volverá. El miércoles murió en España, tres semanas después de prenderse fuego ante la Subdelegación de Gobierno en Castellón. Quería volver a casa y estaba desesperado. "Yo no quería que se fuese... le avisé de que no todo allí es oro, pero no me hizo caso", se lamenta Elvira.
Marian dejó de estudiar a los 14 años para trabajar junto a su padre. Como la mayoría de los habitantes de Prepeleac, transportaban y vendían fruta con un carromato de caballos. Su madre y sus cuatro hermanas les ayudaban de vez en cuando. Más tarde consiguió trabajo en una de las fábricas de maquinaria más grandes de la ciudad. La suerte sólo le duró unos años. Su padre murió y Marian heredó el carro que había sido el sustento de toda la familia. "Es la tradición", explica Luminita, la hermana mayor de Marian.
Fue en uno de esos viajes por los pueblos para vender frutas cuando Marian conoció a Ionela, su esposa. Los dos tenían apenas 20 años cuando decidieron casarse. Después nació Izabela, que hoy tiene 17 años y que se convertiría en la niña de los ojos de su padre. Con el dinero que Marian ganaba con el carromato y los trabajos de costurera que Ionela hacía aquí y allá pudieron construirse una casa en Prepeleac. Dragos, de tres años, nació cuando ya no lo esperaban. "Quería mucho al niño. Deseaba que tuviera una vida mejor, con un piso, con un buen trabajo. Eso le ponía muy triste", cuenta Violeta, otra de sus hermanas.
Desde que nació su hijo, Marian no podía quitarse de la cabeza la idea de salir de Rumania. Los 34 lei (diez euros) que ganaba con el carromato apenas le alcanzaban para mantener a la familia. Con la ayuda que recibían del Estado para financiar los medicamentos del pequeño, enfermo del corazón, tenían lo justo para subsistir. En Rumania el salario medio es de unos 300 euros al mes, según datos del propio Gobierno. Sin embargo, un litro de leche cuesta entre 50 céntimos y un euro. Esta situación hace que muchos rumanos salgan de su país en busca de trabajo. España, donde viven unos 500.000, es uno de sus destinos preferentes.
Todo el mundo en Prepeleac conoce la historia de Marian. A nadie le extraña que el fallecido decidiese probar suerte en España. No era la primera vez que lo intentaban. Poco después de nacer Dragos, Ionela viajó a Italia. Quería conseguir trabajo en una fábrica, pero no salió bien. Así, cuando un primo de la mujer y Nicolae, el hermanastro de Marian, les hablaron de Valencia decidieron marcharse. Allí, dijeron, había un trabajo como obrero para Marian y un apartamento donde podrían vivir los cuatro. "Les habían prometido mil euros al mes", explica un vecino. Para ellos era el paraíso.
Desde entonces sólo tenían una idea en la cabeza, abandonar Rumania e instalarse en España. Muchos de sus vecinos habían hecho lo mismo antes y les había ido bien. "Nos fuimos para mejorar, no para robar ni prostituirnos. Ahora que mi padre ha muerto no sé que voy a hacer", se lamenta Izabela. Va de un lado a otro y no para de moverse y fumar. Toda la fuerza de su juventud se ha convertido en odio hacia el mundo desde el día que su padre se quemó.
Izabela recuerda el día en que Marian tomó la decisión de marcharse a España. Todo fueron alegrías en casa de los Mirita. Vendieron el carro y las pocas pertenencias que tenían y compraron cuatro billetes de autobús. Destino: Castellón. Allí, en teoría les esperaba Nicolae, el hermanastro de Marian, con el que muchos le han confundido los últimos días. "Todo era mentira. No había piso, no había trabajo", cuenta Izabela con la cabeza gacha. Lleva cuatro noches durmiendo en la sala de espera de un hospital. Parece cansada. Desde que volvieron de España, hace seis días, Dragos está ingresado por una neumonía. Su madre, Ionela, no se despega de su lado.
Ella tampoco está bien. "No quiero nada, no confío en nadie. Me habían prometido ayuda y era mentira. Ahora todo se acabó", grita. Está muy delgada y despeinada. Nerviosa, alterna el llanto con los gritos. No quiere salir de la habitación en la que Dragos está ingresado junto a otros ocho niños, y los médicos han tenido que llamar varias veces a la policía para que intente calmarla. "Mi marido no ha muerto. Está en España", dice de vez en cuando.
El paraíso que buscaban los Mirita se convirtió en un infierno. Un mes después de llegar a Castellón, Marian aún no había conseguido trabajo y su hermanastro comenzó a exigirles 400 euros para pagar el alquiler. No tenían dinero y comenzaron a recoger chatarra y a vender refrescos por la playa. "Decidimos marcharnos. No teníamos 400 euros y no íbamos a pagar eso por vivir en ese piso, era muy malo", asegura Izabela. Así fue como empezaron a dormir en la calle, a recorrer la ciudad durante todo el día tratando de ganar unos euros.
Las ilusiones se habían deshecho. El paraíso que soñaban se convirtió en un infierno y decidieron volver. Marian se sentía responsable. No tenían dinero para el viaje así que comenzaron a peregrinar por las instituciones de Castellón. Pidieron dinero para regresar a Rumania al Gobierno y a varias ONG. No obtuvieron resultado. Necesitaban 400 euros para pagar los billetes de autobús. Harto, Marian se prendió fuego a lo bonzo a las puertas de la subdelegación del Gobierno en Castellón delante de su mujer y sus dos hijos. Semanas después moría solo en el hospital La Fe de Valencia. El fuego le produjo quemaduras de primer, segundo y tercer grado en el 70% de su cuerpo.
A la familia Mirita ya no le queda nada. Antes de marcharse a España vendieron todo lo que tenían y ahora sólo les queda una casa a la que Izabela no quiere volver. Las hermanas y la madre de Marian no entienden porqué se marcharon de España y dejaron sólo al hombre. "Mi madre estaba mal allí, pensaban que iban a matarla. Además, mi hermano está enfermo. Si nos quedamos, morimos todos", asegura la chica. No pudieron aguantar y finalmente una asociación de mujeres de Valencia les pagó el viaje. Un día y medio después de su partida Marian falleció.
Ahora sólo quieren recuperar el cuerpo. Aseguran que no tienen dinero para pagar la repatriación del cadáver y tienen miedo de que sea incinerado en España. "Que nos hagan este último favor. Ya que a mi padre nadie le ayudó en vida, por lo menos que le devuelvan a Rumania", ruega Izabela. Su madre no cesa de repetir que el cuerpo de Marian debe ser enterrado junto al de su padre, donde tiene reservado un sitio. Llora y ni siquiera su hija pequeña, Violeta, logra tranquilizarla: "Mi madre sabe que es muy importante. El cuerpo debe descansar en la tierra. Cuando mi hermano llegue comenzaremos un año de luto".

http://www.youtube.com/watch?v=dMrX6L5rdRo (no apto para personas sensibles, advierto)

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