La doble vida de Ruiz-Gallardón
Si unos extraterrestres de derechas hubieran diseñado un Caballo de Troya para invadir la Tierra, les habría salido Ruiz-Gallardón, pues lo que a cualquiera (excepto a Bush) se le ocurre antes de ocupar un territorio ajeno es estudiar sus costumbres, su historia, su idiosincrasia (qué rayos querrá decir idiosincrasia), así como las debilidades de sus habitantes. De acuerdo con tales estudios, la organización más sólida de este planeta es la Iglesia católica, que cumplidos los 21 siglos de existencia sigue dando la lata como el primer día. ¿Y cuál es su secreto, se habrán preguntado los marcianos? Muy sencillo: predicar cosas distintas y hasta contradictorias según la dirección del viento o las necesidades del estómago. Por eso en unos sitios la Iglesia es partidaria de la pena de muerte, mientras que en otros se escandaliza por la existencia del aborto. Por eso predica la pobreza desde un trono de oro. Por eso es capaz de manifestarse a favor de la libertad al tiempo que da cobertura moral a asesinos declarados como Pinochet, o Franco, o Videla. Cuando los seres humanos ven fuera las contradicciones que llevan dentro, se enamoran. A todos nos gustaría ser de forma simultánea personas de orden y sinvergüenzas recalcitrantes, señores y truhanes, prosistas y poetas, y eso no lo ha logrado nadie con la finura de la Iglesia, que da trabajo a banqueros teologales, a obispos castrenses y a curas comunistas. Cabe de todo en ella, pues lo que no se vende en la primera planta se vende en la segunda, y lo que ni en una ni en otra, en Oportunidades.
Con este modelo antropológico en la cabeza, los extraterrestres pusieron manos a la obra intentando concentrar en un solo individuo toda la compleja y sutil maquinaria del Vaticano. Necesitaban, pues, que su Caballo de Troya hiciera el bachillerato en los jesuitas (si buscas el término jesuita en un diccionario de sinónimos aparecen las siguientes alternativas: hipócrita, falso, doble, sibilino), y que después estudiara Derecho, que es una carrera de orden, y más tarde hiciera oposiciones a fiscal, ocupación que garantiza un sueldo hasta la muerte. Todo en un tiempo récord, pues a los 23 años Ruiz-Gallardón había tomado ya posesión de su puesto en la Audiencia Provincial de Málaga, donde enseguida (¡deprisa, deprisa!) pediría la excedencia para dedicarse a la política. Su biografía era perfecta desde cualquier cabeza biempensante, extraterrestre o no. Convenía, para completarla, que el joven político militara en las juventudes de AP, que fueron la versión Neandertal del PP, al que Aznar retrotraería luego al Australopiteco.
Tenemos, pues, a un Ruiz-Gallardón joven, guapo, abogado, fiscal y con profundas raíces familiares en el franquismo (está casado con la hija de un ex ministro del general asesino), virtudes a las que añade un catolicismo practicante y un verbo untuoso, cuyo ADN coincide al 100% con el de los portavoces de la Conferencia Episcopal. Para que el pastel eclesial estuviera completo, sólo faltaba añadirle algunos ingredientes contradictorios, como el de ser demócrata o el de estar a favor del aborto, del divorcio y de los matrimonios entre homosexuales. De este modo, la derecha vergonzante le votaría por parecer de izquierdas, y la izquierda retraída, por parecer de derechas. Todo era perfecto. Allá donde el joven fiscal en excedencia iba, triunfaba simultáneamente como hombre profundamente conservador a la vez que radicalmente progresista. Si en un discurso convenía citar a Vallejo o a Azaña, los citaba. Si quedaba bien que le gustara la ópera, le gustaba la ópera. Si vestía tener una consejera de izquierdas, ponía a una consejera de izquierdas al frente de Cultura, que no hace daño a nadie. Uno de los años de sus numerosos mandatos felicitó las pascuas con una cita de Rilke que decía: "El que ha osado volar como los pájaros, una cosa debe aprender: a caer".
Todas estas historias daban la imagen de un tipo culto, sentimental, incluso sensiblero, que ganaba elecciones como el que hace rosquillas. Pero junto a este Ruiz-Gallardón que enamoraba a madres e hijas marcianas por igual, aparecía otro terrible: aquel, por ejemplo, que en la noche electoral del 6 de junio de 1993, una vez confirmada la cuarta victoria consecutiva del PSOE en las elecciones generales, se manifestó en rueda de prensa, junto a Javier Arenas Bocanegra, para denunciar, en una maniobra brutalmente desestabilizadora un pucherazo electoral. Se cuenta que el propio Rey tuvo que llamar a José María Aznar para que pusiera orden en el seno de sus filas. Quienes tenemos razones históricas para temer a la derecha de la que procede gran parte del PP, no lo olvidaremos jamás. Pero tampoco conviene dejar de lado a aquel otro Gallardón pelota que, con tal de agradar a su jefe, confeccionó una carrera política completamente absurda a Ana Botella, de la que llegaría a decir, para justificar su ignominiosa acción, que era una rebelde. Quiere decirse que los extraterrestres se han pasado de rosca. Tal cúmulo de atributos discordantes puede resultar verosímil en una institución, no en una persona física, aunque le hayas fabricado un currículo descomunal. Un día, durante el transcurso de una cena en la que me colocaron cerca de Gallardón, le escuché decir que había que casarse con el Abc y acostarse con EL PAÍS, lo que resume a la perfección la idea (basada por otra parte en estudios de toda solvencia) de que los extraterrestres de derechas tienen de nosotros.
Una depresión merecida
Escribió un lector para informarme de que la vida era absurda, aunque sin precisar con relación a qué. El caso es que hace un año, según relataba en su correo, decidió atravesar Canadá en bicicleta. Hasta aquí, todo normal. El mundo está lleno de gente que hace el Camino de Santiago a pie, cruza el Atlántico en barca de remos o se bebe una caja de cervezas sin respirar: hay constancia de todo ello en el Libro Guinness de los récords, cuya lectura le sume a uno en profundas reflexiones. Lo que le ocurrió a nuestro comunicante es que a mitad de camino se cruzó con otro individuo que estaba llevando a cabo la misma hazaña, pero en patinete.
El hombre comprendió entonces, como en una revelación, lo absurdo de su proyecto y volvió a casa en avión. Desde entonces no encontraba placer en nada, no era capaz de fijarse objetivos ni de ilusionarse con nuevos propósitos. Le pedí que tratara de imaginar que Dostoievski y Flaubert se encontraban (al modo en que él se había cruzado con el del patinete) cuando uno trataba de escribir El idiota y, el otro, Madame Bovary. ¿Habrían sentido la misma sensación de absurdo? Quizá sí, me respondió, pues en el fondo no es más disparatado pretender cruzar Canadá en bici que intentar escribir una obra maestra. Le contesté que merecía estar deprimido y eso fue todo, porque dejamos de escribirnos.
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