Algunos recordaréis la historia del ciego y su hijo en el metro (yo no me la quito de la cabeza). Bueno, pues debe ser que los sábados cuando vengo al curro (escribo esto desde el videoclub), estoy más receptivo a cosas así porque hoy he vivido una inconmensurable prueba de amor al prójimo.
Entró un hombre bastante mayor al vagón y no había ningún asiento libre. Entonces, una mujer latinoamericana de mediana edad le ofrece el sitio. El hombre rechaza la oferta pero ante la insistencia de ella, cede y ocupa el lugar que le corresponde. Pasaron varias estaciones hasta que la mujer pudiera sentarse a mi lado. Un rato después llegamos a Sol y fue allí donde surgió la magia:
El señor mayor se levantó, se paró delante de la inmigrante (en este caso da igual la legalidad o no de los papeles), abrió su mano y le tendió un caramelo. A continuación, le acarició la cara, se miraron (bella mirada de experiencia, por cierto) y se dieron las gracias. Hoy me siento más orgulloso del ser humano.
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