Realmente nunca supo qué le pasaba a su cuerpo, por qué de repente un día se le había llenado de tantas curvas mortales. A los 12 años, cuando era sólo una adolescente de Los Ángeles y aún se llamaba Norma Jean Baker, se sorprendía de que los hombres volvieran bruscamente la cabeza a su paso con el peligro de romperse la nuca. A una edad en que cualquier niña apenas reconoce su propia sexualidad, ya se vio cercada por miradas de deseo que trepaban por su cuerpo como babosas: ésos fueron los primeros homenajes y también las primeras heridas que recibió, un hecho misterioso que al mismo tiempo la halagaba y la llenaba de pánico. Entre estos dos embates de admiración y lascivia comenzó Marilyn Monroe a ser zarandeada por la vida hasta la madrugada del 5 de agosto de 1962, en que la criada Eunice Murray la descubrió muerta -boca abajo, con medio cuerpo fuera de la cama, el teléfono descolgado y un tubo vacío de Nembutal en la mesilla- en su casa de Brentwood.
Mientras el alma de esta chica luchaba con mucha dificultad por abrirse paso hacia el exterior a través de un cuerpo explosivo, todos los hombres que se acercaban a ella a su vez detenían siempre en la superficie su viaje porque unas formas detonantes les impedía ir más allá. Probablemente al interior de Marilyn sólo llegó Joe Di Maggio, y esa hazaña fue debida a la sensibilidad que este campeón de béisbol escondía bajo la aparente rudeza. Por otra parte, Marilyn no guardaba dentro ningún tesoro especial, sino los traumas de una infancia muy breada, siempre de acá para allá entre padrastros y orfelinatos. Hija de un padre desconocido y de una madre esquizofrénica, que tuvo que ser recluida en un psiquiátrico, Marilyn temía que la locura la visitara también a ella un día en medio de la gloria.En la última sesión de fotos, que en 1962 Bert Stern realizó de la estrella en una suite del hotel Bel-Air de Los Ángeles, el cuerpo más adorado de Norteamérica fue inmolado ante la cámara del fotógrafo dejando a la intemperie su alma lacerada. Atrás quedó una larga historia en que Marilyn había sido sacrificada en el circo a sucesivos leones mucho más carnívoros que los del coliseo romano en tiempos de Nerón.
Aparte de que algún pariente rompiera a la niña mediante violación y que luego ella se dejara devorar por algún tipo de su camada en la oscuridad de un callejón, el cuerpo de Marilyn comenzó a ser oficialmente majado, batido y molturado a los 16 años por un vecino, soldado de la Marina, Jim Dougherty, que sería su primer marido, del que se divorciaría en Reno al año siguiente. Después fue ofrecida al consumo de camioneros con su desnudo de calendario y declarada "conejita del mes" por la revista Playboy. Por su piel pasaron, sin dejar huella todavía, actores y directores de cine: Elia Kazan, el inevitable Sinatra, el galán Yves Montand..., hasta terminar como una muñeca rubia a punto de romperse de un Kennedy a otro.
Realmente sólo se la vio enamorada del intelectual Arthur Miller, quien la exhibió en Nueva York como un trofeo de caza mayor. Él le impartía desde las alturas de la inteligencia una sonrisa complaciente y conmiserativa. Ella le correspondía desde abajo con una mirada bizca de admiración. Cuando este dramaturgo escribió para la actriz una historia de caballos salvajes, que se llamó Vidas rebeldes, los tres protagonistas de la película ya estaban a punto de estallar. A Clark Gable, el galán de la sonrisa de bigotillo y las orejas desabrochadas, fue el primero al que se le reventó el corazón.
A continuación, el neurótico Montgomery Clift, que ya no era nadie después de haberse partido la cara en un accidente de coche, atiborrado de drogas hasta las cejas, bajó definitivamente los brazos y se fue hacia las tinieblas de la eternidad. Durante el rodaje, Marilyn aparecía muy macerada. Tenía una mirada desvalida y parecía dispuesta a entregarse también a un destino aciago. Había pasado el tiempo de esplendor en que el lunar situado en su mejilla izquierda, a una distancia perfecta de la comisura de los labios, era el punto sobre el que giraba todo el universo de la fascinación. No obstante, quebradiza dentro de aquel jersey de punto gordo, estaba más seductora que nunca.
Cuando al final del camino el cuerpo de Marilyn ya no impedía llegar a su alma, el fotógrafo Bert Stern y la revista Vogue trataron de convencer a la estrella para que se sometiera a una sesión. Su manager les llamó con la noticia de que la estrella aceptaba. Sin salir todavía de su asombro, Bert Stern apostó muy fuerte. Le propuso fotografiarla en estado puro, desnuda, sin maquillaje, sólo con un toque de rojo en los labios.
-Entiendo. Se trata de un trabajo creativo, ¿no es eso? -exclamó Marilyn con ironía.
-Eso es -contestó el fotógrafo.
-Acabo de operarme de la vesícula hace poco más de un mes. Espero que no se me verá la cicatriz.
-Descuida. La vamos a ocultar.
-Eso es -contestó el fotógrafo.
-Acabo de operarme de la vesícula hace poco más de un mes. Espero que no se me verá la cicatriz.
-Descuida. La vamos a ocultar.
Fue el más humano de sus caprichos. El fotógrafo Bert Stern comenzó a sacrificar su cuerpo con 2.571 disparos de Hasselblad y a abrasarlo con fogonazos de magnesio hasta extraer todo el desamparo que llevaba dentro, con la espléndida belleza madura a punto de ajarse. En la misma sesión, Marilyn también posó vestida de negro. Fue el único trabajo que Vogue se atrevió a publicar. El número de la revista salió a los quioscos días después de la muerte de Marilyn. El auricular del teléfono descolgado se balanceaba al pie de la cama con el pitido de una llamada sin respuesta.
La cicatriz en forma de queloides que divide el vientre de Marilyn, lejos de romper el mito, es todo un homenaje a la humanidad. Entre ese costurón y el lunar por encima del labio está la historia de la mujer más deseada del mundo. Fotografiar a Marilyn era como fotografiar la luz. Joyas, champaña, soledad. En este álbum de fotos, al desnudo de Marilyn se le ha evaporado el Chanel nº 5, que era el único pijama con que dormía. Ahora aquel perfume sólo es su alma derrotada, bellísima.
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